lunes, 18 de abril de 2011

Poder tocar el cielo con las manos...


Hacía más de cinco años que no se veían. Unos años en los que no perdieron el contacto en ningún momento, siempre sabían el uno del otro y, sin saber por qué, siempre acababan discutiendo por alguna que otra estúpida razón. ¿Qué significaba eso? Si se lo preguntabas a un niño de diez años te contestaría que “los que se pelean se desean”, pero aquello solo era una frase de niños.

Pasaron unos 12 días juntos y desde entonces no volvieron a encontrarse. Aquellas miradas que se lanzaban, aquellas sonrisas que se regalaban y aquellos besos que compartieron quedaron para siempre atrapados en aquellos doce días de verano. Fueron unos días llenos de dudas, de sonrisas, de juegos de niños y de ganas de probar algo nuevo, diferente. Fueron unos doce días confusos, rápidos, tan rápidos que apenas llegaron a percatarse de ellos. Fue un verano distinto para ambos, eso estaba claro.

En aquel momento solo eran unos niños, él tenía quince años y ella catorce.  Unos niños que nunca antes habían probado el sabor de un beso, el olor de una sonrisa o el sentimiento de una mirada. Y sin planteárselo, de manera improvisada y repentina todo aquello llegó. Nada había sido estudiado ni premeditado, pues en esos momentos sobran los guiones, los diálogos son improvisaciones que obtienen una puntuación máxima y los actores son los mejores del momento.

Todo comenzó el día que se conocieron. Ambos se morían de la vergüenza. Nadie dijo nada, pues desde el primer momento sobraban las palabras. Los días pasaban con normalidad, la amistad iba creciendo entre ellos, las risas eran cada vez más comunes, las dudas mayores y los sentimientos más confusos. “¿Qué hacer? ¿Qué decir? ¿Qué era lo que les pasaba?” se preguntaban al estar el uno frente al otro. Pero no hacían nada, no decían nada y no llegaron a imaginarse qué estaba pasando hasta cinco años después: el amor llegó a sus puertas.

Fue la última noche, en la que todos se habían reunido en el patio del lugar para celebrar la fiesta de despedida, cuando ella se escapó del patio adentrándose en el interior del edificio y él la siguió con disimulo. Ambos se encontraron en el pasillo y se detuvieron el uno frente al otro. No dijeron nada. Ella, sin saber por qué, se fue a su habitación y se tumbó en la cama, cogió su walkman e introdujo la cinta de casete que más le gustaba. Él se acercó a la habitación tímidamente, casi sin saber qué hacer.

-¿Por qué estás llorando?.- preguntó él desde la puerta. Ella se quedó quieta donde estaba.- Si he dicho algo que te ha molestado lo siento. No era mi intención…

-No has hecho nada malo.- dijo ella tumbada en la cama, con solo un auricular puesto.- Ven, escucha esta canción.

Él se acercó a la cama y se tumbó al lado de la chica. Ella le puso un auricular y rebobinó la cinta para encontrar el principio de la canción. Presionó el botón de “Play” y ambos se quedaron en silencio, tumbados en la cama, escuchando aquella maravillosa canción, solamente iluminados por la luz de la Luna que se colaba por una amplia ventana. Se miraron durante toda la canción y cuando ella presionó el botón de “Pause” él comenzó a acercarse tímidamente hacia sus labios. Era como un instinto, sabía que tenía que hacerlo. Continuó acercándose hasta que sus labios rozaron los de ella. Fue un instante, una fracción de segundo. En ese momento sus cuerpos se vieron envueltos en una mágica brisa que les hizo volar hasta el lugar donde el cielo comienza a ser cielo, donde las estrellas comenzaban a diferenciarse de las nubes y donde la oscuridad era más infinita que el propio infinito. A la vez que ese primer beso se convertía en eterno, levantaron sus manos para rozar el cielo con sus pequeños dedos. Fue un beso mágico, de eso no tuvieron ninguna duda. Sus cuerpos flotaban en los comienzos del cielo, el silencio era absoluto y el tiempo se detuvo para contemplar aquella maravillosa estampa.

Sus labios se separaron y sus ojos se abrieron para comprobar que seguían el uno frente al otro. Ella, sin saber por qué, comenzó a reírse y él, sin saber por qué, la acompañó regalándole unas carcajadas infinitas. Ella presionó el botón de “Play” y continuaron escuchando aquella maravillosa canción, tumbados, el uno frente al otro, comprobando el sabor de un beso, el olor de una sonrisa, el sentimiento de una mirada, comprobando cómo poder tocar el cielo con las manos…

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