miércoles, 1 de junio de 2011

Morir en los recuerdos...

Dicen que es imposible morir de amor, dicen que la vida pasa tan deprisa que no llegas a percibir su verdadera esencia, que los mejores momentos pasan casi inadvertidos y que los amargos perduran en el tiempo. Dicen que las cosas bonitas duran poco, que todo tiene un principio y un final y que no existe la eternidad. Dicen que la mayoría de nuestros recuerdos son vagas ilusiones y que el verdadero amor es una farsa redacción para el corazón.

Ella nunca había creído en nada de eso y vivía sin hacer caso a las habladurías de la gente. Vivía su vida día a día, sin pensar en el mañana, disfrutando del presente, hasta que llegó el día que más había temido siempre, el día en el que le faltó lo que más quería. Su compañero de viajes, su compañero de emociones, de aventuras soñadas y vividas, su compañero de leyendas y cuentos infantiles, de pasiones robadas y de esperanzas inacabadas. El día llegó y ella se quedó sola en aquella enorme y vieja casa, vieja como lo era ella. La casa y ella habían crecido juntas, su cara ya estaba seca y arrugada, su pelo era completamente cano y siempre lo llevaba recogido en un sencillo moño, una cadena de plata asomaba, tímida, por el cuello y sus vestimentas ya no eran coloridas como las de antes, sino que eran oscuras y tristes, tan tristes como quedó ella el día en que el corazón de su marido dejó de funcionar.

Los días eran aburridos e interminables, las comidas ya no eran lo mismo, sin él, nada era lo mismo, y la casa había perdido aquel toque de magia que su marido desprendía por los cuatro costados. Las tardes eran desesperantes y cada noche parecía durar una eternidad. Sus hijos la llamaban casi a diario y la visitaban cada vez que podían pero, aún así, era insuficiente la compañía. Por eso decidió abandonar la casa de su vida para comenzar a vivir en la casa de uno de sus hijos.

No habían pasado ni tres semanas cuando pidió a su hijo que la llevara de vuelta a su casa, a su casa vieja y triste. En la ciudad se ahogaba, se quedaba sin aliento y sentía que aquella casa, llena de recuerdos y emociones, sería como una fuente de aire limpio para ella. Aire puro que poder respirar. Sentía que, desde la marcha de su marido, el tiempo se agotaba para ella también y que pronto volvería a estar con él.

Su hijo la llevó hasta el pueblo una fría tarde de invierno. La anciana pidió a su hijo que esperara en el coche hasta que ella regresara, que solo necesitaba ver que todo estaba bien, necesitaba recordar su casa, olerla y sentirla de nuevo. El joven supo que su madre era lo que necesitaba en aquel momento y no puso ningún obstáculo.

-Te quiero.-le dijo al joven muchacho antes de salir del coche.

-Qué raro mamá, hacía tiempo que no me lo decías.-dijo su hijo al escuchar aquellas palabras. La mujer bajó del coche, ayudada por un viejo bastón de madera, y su hijo se quedó en el interior, viendo como su madre se dirigía a la casa, donde volvería a encontrarse con su marido.

Sacó su oxidada llave de hierro y la introdujo con cuidado en la desgastada puerta de madera. La madera había cogido un cierto color verdoso. Giró su muñeca, nerviosa, sin saber por qué y empujó una parte de la puerta hasta que logró abrir un mínimo hueco por el que poder pasar. Cruzó el umbral con cuidado y quedó el bastón apoyado al lado de la puerta, en una pared del pasillo. Caminó como si fuera una desconocida, dio tres pasos y se detuvo en medio del pasillo. Una pequeña brisa le susurró en la nuca y giró su cabeza para mirar hacia la puerta. Vio como la puerta se abrió un poquito, iluminando casi todo el oscuro pasillo, y a continuación se cerró muy despacio, casi haciendo un movimiento para pasar inadvertida. “Ya estás aquí…” pensó la mujer, a la vez que dejaba escapar un leve suspiro.

La mujer caminó por el oscuro pasillo hasta llegar a la habitación donde había compartido la mayoría de las noches con su marido y se quedó apoyada unos momentos en el marco de la puerta. No sabía qué hacer, se sentía una extraña entre aquellas paredes y tan sólo habían pasado unas semanas desde que las abandonó. Deseó con todas su fuerzas que su marido no le reprochara el hecho de haber decidido irse del lugar, abandonando su hogar de toda la vida. La mujer seguía apoyada sobre el marco de la puerta dirigiendo su mirada hacia el interior de la habitación, y fue entonces cuando recordó el momento más duro de su vida.

Ambos estaban tumbados en la cama, esperando que el gallo que tenían en el corral diera sus cantos de “Buenos días”. Siempre habían sido muy madrugadores, tan madrugadores que el Sol siempre estaba oculto cuando abrían los ojos. Hablaban antes de comenzar el día, enmudecían para contemplar juntos el oscuro techo y volvían a hablar de nuevo, hasta que el gallo les interrumpía, un día más, con sus cantos matinales. Aquella mañana él decidió quedarse un rato más en la cama. Ella, antes de dirigirse hacia la cocina, le besó en la mejilla y él le contestó con un “Te quiero”.

-Qué raro. Hacía tiempo que no me lo decías.-dijo ella con una sonrisa en su envejecido rostro, mientras se levantaba abandonando la cama. –Pensé que se te había olvidado cómo se pronunciaba.- él no dijo nada, se sonrojó y se acurrucó de nuevo entre las sábanas. Aquel “Te quiero” había sido la mejor despedida posible. Y fue, un tiempo después, cuando ella comprendió el por qué de aquella declaración. Y fue, un tiempo después, cuando ella comprendió que su marido supo el momento justo de su hora.

La anciana, apoyada en el marco de la puerta, decidió adentrarse en la oscura habitación. Se dirigió hacia la mesilla de noche, pues conocía la habitación como la palma de su mano, que se encontraba a uno de los lados de la cama y, sentándose con cuidado sobre la abandonada cama, encendió la pequeña lámpara que aún estaba sobre la pequeña mesa. La habitación se iluminó con una delicada luz y fue entonces cuando las emociones y recuerdos inundaron sus pensamientos, provocando que una lágrima recorriera su rostro suavemente.

La mujer se acomodó en la cama, se tumbó sobre ella y apoyó la cabeza sobre la fría almohada. En ese momento notó cómo comenzó a llover y recordó los momentos en los que se quedaba junto a su marido las mañanas de fuerte lluvia, ambos abrazados al amanecer, escuchando las gotas de agua caer sobre los tejados. Sonrió. Estaba feliz porque sabía que su marido estaba bien, allí donde estuviera. Y recordó la triste mañana en la que le dijo su último “Te quiero” y recordó cómo después de escuchar sus palabras abandonó la cama para ir a preparar café. Si no se hubiera ido a la cocina…

Y allí seguía ella, tumbada en aquella fría cama, recordando a su marido. No podía dejar de recordar aquella triste mañana, pero esta vez, en sus recuerdos, aquella mañana era diferente.

Ambos estaban tumbados en la cama, esperando que el gallo que tenían en el corral diera sus cantos de “Buenos días”. Hablaban antes de comenzar el día, enmudecían para contemplar juntos el oscuro techo y volvían a hablar de nuevo, hasta que el gallo les interrumpía, un día más, con sus cantos matinales. Aquella mañana él decidió quedarse un rato más en la cama. Ella, antes de dirigirse hacia la cocina, le besó en la mejilla y él le contestó con un “Te quiero”.

-Qué raro. Hacía tiempo que no me lo decías.-dijo ella con una sonrisa en su envejecido rostro. –Pensé que se te había olvidado cómo se pronunciaba.- él no dijo nada, se sonrojó y se acurrucó de nuevo entre las sábanas. Ella se incorporó para ir a la cocina pero el ruido de la lluvia al caer sobre los tejados comenzó a sonar, cada vez más fuerte, y decidió quedarse acurrucada junto a su marido, solo un ratito más. Y allí estaban los dos acurrucados, mientras la lluvia golpeaba con fuerza los tejados, en aquellas cálidas sábanas.

-Te quiero.-le dijo ella susurrándole al oído. Él se sonrojó de nuevo y fue en ese momento cuando su corazón dejó de latir. Ella se sonrojó y tan solo cinco segundos después su corazón también dejó de latir. Y allí, en sus recuerdos, ambos quedaron dormidos en un sueño sin fin, acurrucados en aquellas cálidas sábanas.

Y lejos de sus recuerdos seguía tumbada en aquella fría cama, acurrucada, escuchando caer la lluvia. Y fue en ese momento, con esos recuerdos en la mente, con ese recuerdo en especial, cuando su corazón dejó de latir para entrar en un sueño sin fin y así poder encontrarse con su marido después de un tiempo eterno para ambos, para acurrucarse de nuevo junto a él, para morir de amor, para morir en los recuerdos…

Fotografía: Noemi Lallave